Claves para sobrevivir a la adolescencia (de tu hijo o hija)
Si en lugar de olvidarnos de los adolescentes que fuimos, intentamos hacer un ejercicio de memoria para así poder entender a nuestros hijos e hijas, tendremos la mitad del camino hecho. Ahondamos en las claves para poder acompañarlos en la extraordinaria etapa de la adolescencia.
Tenemos (probablemente) más de 40 años y la suficiente sabiduría y carácter como para mandar muy lejos a cualquiera que se quiera sobrepasar la mínima con nosotros. Tenemos la suficiente confianza en nosotras mismas -o nosotros mismos- como para ignorar, literalmente, a aquel a quien no le gustemos. Con los años hemos ganado estrés y kilos, y perdido pelo, pero también hemos ganado seguridad, empoderamiento y hasta claridad mental. Y hemos perdidos miedos. Aunque algunos los estamos recuperando ante esta dura batalla de sobrellevar y sobrevivir a la adolescencia de nuestros hijos e hijas.
Sin embargo, si echamos la vista atrás, también hubo un día en el que los adolescentes fuimos nosotros. Quizás nos pasamos meses no queriendo ir al instituto porque alguien nos hacía la vida imposible. Quizás éramos nosotros los que echábamos, con nuestra furia y nuestras hormonas desatadas, ‘sapos y culebras’ contra quien se cruzara en nuestro camino. Asumimos, quizás, el rol de popular; o el de tímido, con el que todos se metían; o el de ‘el más chulo de la clase’.
Por ello, la primera clave para sobrevivir a la adolescencia de quienes más queremos es no olvidar que un día nosotros fuimos ellos. Y en ese no olvidar, está valorar sus problemas como lo más importante del mundo, porque para ellos sus problemas son los más importantes de su mundo. No podemos mirarlos desde arriba, desde nuestro pedestal de seguridad y madurez, e infravalorar lo que ellos sienten. Están inmersos en un mundo lleno de contradicciones y de impulsos, de miedos y de inseguridades. Y como madres y padres tenemos que ser el ancla, no el viento que no sabes por dónde va a golpear.
Un día son unas niñas y unos niños que juegan a superhéroes y superheroínas sabiéndose capaces de volar o de hacer magia. Y de pronto, al día siguiente, sin previo aviso -otra evidencia de la adolescencia-, sin unas migas de pan que nos alerten de que un camino está llevándoles a ello, un día se levantan y ya no quieren cantar, ni jugar; quieren cambiar su vestuario por otro más ancho o más estrecho; más oscuro, o más de 'anime'. Y postergan ducharse como si fuera agua endemoniada, y te miran con cara de amargura y tristeza y hasta un odio que no saben de dónde sale. Ni tú tampoco lo sabes. Y entonces intentas preguntarles, o te callas.
Así que la siguiente clave se remonta a años antes, al niño o la niña que aún te daba la mano para cruzar y te decía que dormiría en tu cama hasta que fuera muy muy muy mayor, que aún quería que lo cogieras en brazos cuando estaba cansado de tanto jugar en el parque. Hay que regresar a esa infancia porque es ahí cuando se va generando el vínculo de la confianza, una confianza basada en el diálogo, en la ausencia de secretos, en no tratar al niño como un ser inferior sino como un ser al que debemos validar cada una de sus emociones. Una confianza que si trabajamos en los primeros años quizás, solo quizás, nos allane un poco el camino para que nuestros efervescentes adolescentes sepan que en nosotros tienen en quien confiar, que podemos ser su refugio seguro, que por muy perdidos que se encuentren, pueden seguir confiando en sus padres.
Otra clave es, del mismo modo que de niños nos negábamos a compararles con otros: quién anda antes, quién come más fruta, quién dice más palabras, quién saca mejores notas... Debemos saber que comparar en la adolescencia no es nunca una buena estrategia. No vale decir que no le compras un móvil porque su amiga Lola tampoco tiene, pero después pedirle a ella que no se compare con sus amigas.
Y esa no comparación implica también no compararlos con hermanos mayores ni menores. Ni compararlos ni asignarles el rol de padres porque los padres somos nosotros. No podemos obligarlos a asumir tareas excesivas de cuidados de hermanos menores porque ellos son hermanos y no padres. Implicarlos en la gestión del hogar, darles responsabilidades, eso sí, por supuesto, pero acorde a su rol de hijos, de integrantes de la familia, no querer que asuman nuestro rol por muy exhaustos que nos sintamos.
El siguiente aspecto clave es estar siempre abiertos a debatir con nuestros adolescentes. Porque vale que como adultos responsables tengamos la última palabra, pero al menos escuchemos. A veces son cosas muy sencillas, pero para ellos y ellas muy importantes: dar margen para vestirse según su estilo, aunque sea un estilo con el que no cuajemos; ser un poco más flexibles con los horarios, con dormir en casa de una amiga, con el uso del teléfono... Recordando, sí, que somos nosotros quienes acabaremos poniendo los necesarios límites, pero mediante la negociación y no la imposición. Escucharlos porque puede, es muy probable, que lo que tengan que decirnos sea importante. Su opinión también debe contar, e igual, simplemente, necesitan encontrar un acompañante para que esa opinión pueda convertirse en una opinión madura.
Y en ese talante conversador igual podemos encontrar claves que nos ayuden a guiarlos, a empoderarlos, para que aprendan a defenderse de los abusadores, a poner límites, a crear relaciones saludables con sus iguales, a creer en ellos mismos al mismo tiempo que se muestran como personas humildes. A ser fuertes, sensibles y bondadosos. Y a situarse en el camino de la felicidad.
En definitiva, para sobrevivir a la adolescencia de nuestros hijos e hijas las claves, diríamos, están en la escucha, la implicación, y por encima de todo el amor. Porque siguen necesitando ese amor y ese cuidado que sabíamos que necesitaban de pequeños. Es más, necesitan más que nunca de ese amor de sus padres.