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Réquiem por Valle-Inclán

Réquiem por Valle-Inclán

El 5 de enero se cumplieron 84 años de la muerte de uno de los pesos pesados de la Generación del 98.

Ramón del Valle-Inclán Peña era, por encima todo, un hombre hecho a sí mismo tal y como ya planteó hace años el gran Paco Umbral.


El mayor logro de este peculiar gallego de espesas barbas y porte singular, además de su extensa y reconocida producción literario-dramatúrgica fue la propia persona de Valle: un dandi bohemio y atípico que pasaba horas en el Café de la Montaña manteniendo trascendentales charlas que hacían las delicias de sus amigos intelectuales. Fue en una de estas ocasiones que un coetáneo suyo, el periodista Manuel Bueno, increpado por el autor, le asestó a este un violento golpe de bastón.


Ese día, Valle-Inclán perdió un brazo en favor de construir el mito que hoy día conocemos.


Destacaba de entre sus correligionarios por su afilada pluma, retratando desde la gracieta y el sarcasmo el malestar de una época. La magia de crear belleza con el desastre y la tragedia era una parte esencial de su don creativo.


No obstante, no es oro todo lo que reluce. La contradictoria personalidad de la que hacía gala le granjeó profundas enemistades:


ya fuese a través de su adscripción política inicial a un carlismo sui generis profundamente anti-liberal, que acabó virando finalmente hacia el socialismo democrático o por su explosiva pero honesta forma de ser, el gallego sembró la discordia entre los unos y los otros.


Demasiado progresista en algunas esferas y sumamente conservador en otras.

Fue a finales del siglo XIX que publicó su primera obra:
Femeninas (1895), antología amorosa muy modernista en lo que a formas se refiere, pero que no contó con el beneplácito de la crítica.


Tuvieron que pasar 10 años hasta que, con Sonatas de otoño (1905), la figura del Valle-Inclán escritor alzó el vuelo.
La primera aparición del Marqués de Bradomín cosechó un éxito instantáneo entre el público de su época.

 

Esta pieza inauguraría a su vez la peculiar forma que tendría el dramaturgo de publicar su producción, lanzándolas en folletines para posteriormente compilarlas y distribuirlas como libros.

Llegado 1910, la fama del gallego había ya trascendido. Por aquel entonces, invertía sus mejores esfuerzos en desarrollar y pulir su faceta más teatral a través de libretos como La cabeza del dragón (1909), Voces de gesta (1911) o la Marquesa Rosalinda (1912).


Una década más tarde, Luces de bohemia (1920), una de sus creaciones más importantes, haría acto de presencia.


La historia del desdichado Max Estrella y el ladino y pícaro Don Latino de Híspalis encumbró a Valle como un gigante de la literatura a través de este teatro-ensayo sobre las vicisitudes de la abulia vital, degradación moral y corruptelas políticas en el Madrid de Galdós, todo ello envuelto en un fino tono burlesco. El autor abriría así una nueva etapa en su carrera.


Junto con su posterior saga El ruedo ibérico (1927) logró erigirse como padre de la sátira moderna a través del esperpento, su genuina forma de criticar una realidad decrépita e irrisoria a partes iguales.


A pesar de que la enfermedad se llevó a un genio de su calibre antes de tiempo allá por 1936, su legado literario sigue más vivo que nunca en los tiempos que corren, donde la mordacidad del modernista no habría dejado títere con cabeza. 

Réquiem por Valle-Inclán