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Yukio Mishima: el amor a la tradición y la pasión por la modernidad

Junto a figuras como Osamu Dazai y Yasunari Kawabata, Yukio Mishima engrosa la lista de los escritores japoneses más importantes del siglo XX.


Si hay algún motivo por el que el nombre de Yukio Mishima resulta familiar a oídos occidentales, probablemente se deba al incidente que este excéntrico y fascinante literato protagonizó hace ya medio siglo en el cuartel general de las fuerzas de auto-defensa japonesas en Tokio.


El novelista nipón, guiado por los férreos principios de respeto y lealtad a la nación, se valió de su verbo fácil para arengar a los militares presentes mediante un furibundo discurso patriótico y de exaltación.


Con este, Mishima pretendía en líneas generales echar el freno al proceso de occidentalización forzada por el que el país había transitado desde la finalización de la 2ª Guerra Mundial.


El autor, de por entonces 45 años se erigía de un modo muy sui generis y polémico como el garante último de la identidad japonesa frente a una sociedad que encaraba grandes cambios sociales y políticos.


No obstante, incluso al inflexible apego del escritor por la tradiciones autóctonas se le oponía la sensibilidad de una prosa que se había manifestado deudora de una herencia foránea, muy cercana a la obra de Thomas Mann o Rilke:


Y es que nacer en 1925, cuando aún se batían en duelo las tendencias modernizadoras de la era Meiji y las viejas costumbres milenarias había dejado su impronta en la formación del joven Kimitake Hiraoka, nombre de nacimiento de Mishima.


Siendo criado por su abuela paterna Natsu Nagai, descendiente de un antiguo linaje de samuráis, el solitario muchacho experimentó en sus carnes los exigentes y violentos métodos de la educación a la vieja usanza.


Aquella dureza sin embargo contrastaba con la dulzura y el cariño de Shizue Hashi, madre de Mishima, quien no dudó en incentivar las evidentes y precoces ambiciones literarias de su hijo con la escritura de relatos.



Esto condujo a que a los 16 años de edad, Mishima publicara Bosque en Flor, cuento en el que ya serían tratados los tópicos de belleza, erotismo y muerte tan habituales en sus textos.


A pesar del relativo triunfo que supondría la difusión de esta y otras historias cortas en distintas revistas de la época, la constante reprobación de sus inclinaciones artísticas por parte de Azusa Hiraoka, su padre, se tradujo en un profundo malestar que el prosista nunca llegó a superar.


Tras graduarse en derecho en 1948 y desempeñarse por un breve espacio de tiempo en el ámbito de las finanzas, reanudó su producción literaria con la exitosa Confesiones de una Máscara (1949), que le consolidaría como autor de renombre a la vez que llevaba a la palestra el controvertido debate de la homosexualidad en Japón.


A esta primera incursión le sucedería El color prohibido (1951), de marcado carácter auto-biográfico y El pabellón de oro (1956), donde fundía temas clásicos de la tradición narrativa nipona con formas genuinamente modernas.


Tiempo más tarde se embarcaría en la creación de su obra más conocida: la tetralogía del Mar de la fertilidad, integrada por Nieve de primavera (1969),​ Caballos desbocados (1969), El templo del alba (1970) y La corrupción de un ángel (1971), donde realizaría un retrato cuasi-sociológico del siglo XX inspirado por las novelas de aprendizaje.


De manera paralela, el activismo político del tokiota había desembocado en su adhesión a una excéntrica milicia privada conocida como la Sociedad del Escudo, cuyo apoyo resultó crucial para perpetrar el golpe de estado de 1970 en la capital japonesa.


Allí el autor, a pesar de la vehemencia y sinceridad de sus intenciones, vio frustrados sus intentos por redirigir el futuro de la nación y, ante la imposibilidad de aceptar tamaña decepción, selló su fatal destino cometiendo suicidio en el interior de la base militar mediante el antiguo ritual del harakiri.


Con este último acto, el escritor volvería a dar testimonio de su esquizofrénica personalidad, sumándose a la tradición del trágico héroe romántico europeo que segaba su propia vida haciendo uso del frío acero oriental:


Esa fue la singular dualidad que rigió la existencia de una figura irreverente que vivió y murió navegando a contracorriente entre dos aguas como reflejo de una tumultuosa pero apasionante época.